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una carta de amancio williams

una carta de amancio williams

La siguiente es una reproducción de una carta escrita por Amancio Wiliams a su hermano Mario, con relación al proyecto para su casa en el Parque Pereyra Iraola, en Mar de Plata.
Buenos Aires, 9 de diciembre de 1943.


Mi querido Mario:
La arquitectura es una de las formas más completas en que una época puede manifestarse, porque es la resultante de dos grandes fuerzas: el espíritu de la época y los recursos con que ella cuenta. Una época que tenga un gran espíritu construye, aún con recursos pobres, si éstos se emplean bien, grandes obras. Ejemplo las grandes arquitecturas antiguas que sólo contaron con piedra, ladrillo o madera, y cálculos elementales.
Una época con espíritu equivocado, aunque tenga enormes recursos materiales y científicos, produce bodrio. Ejemplo, el final del siglo XIX y el principio del XX, que contando con hierro y hormigón armado, no consiguió una arquitectura que los expresara (salvo honrosas e incomprendidas excepciones). Esto se debió al espíritu de imitación, opuesto al de creación que reinaba en la arquitectura del mundo entero desde el renacimiento y que sólo ahora empieza a sacudirse.
Si recorres la historia de la arquitectura, aunque sea a grandes líneas, verás en todas las grandes épocas un extraordinario esfuerzo de creación. En todas se inventa, no se copia. Ningún arquitecto griego construye en estilo egipcio o asirio, ningún bizantino en estilo romano, o griego o persa, ningún francés del siglo XIII en estilo bizantino o románico. ¿Por qué? Porque en las grandes épocas y en los grandes artistas está ausente el espíritu de copia, la preocupación es crear. Si en Grecia, en Bizancio, en la Francia medieval, hubieran renunciado a la creación, como renunció el mundo entero el siglo pasado (en arquitectura) y se hubieran dedicado a copiar, a estilizar, seguiríamos construyendo como los egipcios, que lo hacían admirablemente para su época pero no en una forma buena para hoy.
Actualmente tiene que crearse una gran arquitectura, pues por un lado se cuenta con recursos ilimitados: materiales y medios de construcción extraordinarios, universalidad de la ciencia, etc, y por otro se define ya el espíritu propio de la época, que empieza a aflorar, inaccesible aún a la masa, pero que ya reconocen los que saben ver. Todo el mundo que piensa, filósofos de la historia y de la política, grandes críticos etc.. Están de acuerdo en que una nueva época empieza. Una nueva época con su nuevo arte y su nueva mentalidad.
Y los que hoy rechazan sus primeras manifestaciones, aferrándose a los perjuicios de la decandencia de la época anterior, son tan ciegos y (consciente o inconcientemente) tan criminales como quienes silbaron a Wagner, mandaron a Siberia a Dostoleysky o condenaron a la miseria a Rembrandt. El filisteo, el que no comprende, es el peor obstáculo al movimiento que avanza, pero como no tiene suficiente fuerza, termina por ser arrollado. ¿Dónde están ahora los señores académicos que condenaron al impresionismo?
Sus nombres han muerto, sus obras nunca vivieron, y si álguien los recuerda alguna vez es con desprecio. ¿Y los pomposos críticos que calificaron de caótica a la novena sinfonía? ¿Y los incompresivos burgueses que se burlaban de Debussy?
El espíritu de la época terminará por triunfar. Y es mejor haber sido de los primeros, haber contribuído y no obstaculizado, haber comprendido, y no haberse reído o indignado, haber acompañado y alentado a los precursores, y no haber intentado aplastarles con el horrible peso de la masa burguesa.
Negar la creación es cerrar el camino al progreso. Querer retroceder, imitando tal o cual estilo, es contribuir a la degeneración y al caos, es cortar las posibilidades de llegar a un gran arte.
Por eso, ningún arquitecto que tenga un concepto elevado de su función, que sienta su época de una forma honda, que sienta la necesidad de expresar su espíritu, que quiera aprovechar al máximo sus recursos, podrá honradamente edificar, a pedido de un cliente, un estilo dado.
Podrá otro arquitecto hacerlo por viveza comercial, o por estar tan al margen de su época que no vislumbre sus problemas. Pero la ignorancia del último y el interés del otro están reñidos con el arte.
El Estilo, el verdadero Estilo, con mayúscula para distinguirlo de los estilos, nace solo, es un resultado de la claridad y la belleza expresadas a través de determinados medios. Es una cualidad distintiva, el sello que una obra de arte lleva de la personalidad que la creó, pertenezca esta personalidad a un individuo, un país o una época.
Su misma definición dice lo absurdo y deshonesto que es imitar un estilo. El músico que escribe estilo Bach y el pintor que pinta estilo Leonardo, además de ser un falsario demuestra carecer de estilo propio. Cada uno debe crear como puede. No debe preocuparse de que sus obras tengan estilo, ni en buscar éste. El estilo nace según el espíritu. Los llamados estilos: vasco, bretón, tudor etc. Son la expresión, un país y épocas dados, de ciertos climas, modos de vivir, recursos locales etc. Es decir, que son la negación de la universalidad. Son esencialmente locales. Tienen encanto, no todos, cada uno en su sitio o en su tiempo, pero es tan absurdo imitarlos como querer imitar el clima, el paisaje u el modo de vivir que les dieron nacimiento. Es tan incongruente como querer viajar en góndola a la pampa o en trineo por las sierras de Córdoba.
Hacer estilos, hacer casas, es lo más simple que hay. Un poco de sentido común para distribuir, un poco de cultura para conocer el estilo elegido, un poco de gusto para aplicarlo. Eso es todo.
¿Y el arte? ¿Y la arquitectura? ¿Qué tienen en común con eso?
Frente a ese oficio, imagínate ahora el del verdadero arquitecto, aquel arquitecto griego que no hacía estilo egipcio ni estilo asirio, sino arquitectura (en su tiempo moderna) y que, poco a poco, elaboraba, con los recursos de su época, superiores a los anteriores, y el admirable espíritu de su raza, aquella purísima belleza que debía culminar en el Partenon, o aquel arquitecto del siglo XII que no hacía estilo bizantino ni estilo románico, sino que buscaba honradamente la mejor construcción en piedra para resolver su problema y la mayor belleza para honrar a Dios, y creaba esas maravillosas catedrales góticas.
Aquellos arquitectos hacían arquitectura y creaban un estilo. ¿Existen hoy arquitectos como ellos? Desde el Renacimiento hasta ahora, puede decirse que desaparecieron.
La creación fue reemplazada por la imitación. Fuera de la explosión del Barroco, que por otra parte sólo jugaba con elementos clásicos distorsionados, todo sigue una línea, la creación se reduce a molduras, estucos o detalles de disposición. Un Luis se diferencia de otro Luis por cosas que no tienen nada que ver con la arquitectura. Ya no se trata de progresar en la construcción, ni de crear belleza, la ley es el capricho, la moda, se trata de una cartelera que se hace simétrica o asimétrica, de la pata de una silla que se usa recta o curva.
Hubo después otra explosión que gracias a Dios no prosperó: El Art Nouveau, que significaba por lo menos un intento de liberación, pero que no se apoyaba en nada serio: puro capricho y muy malo por cierto.
Y ahora, la arquitectura nueva. El verdadero arquitecto considera terminada la época degenerada en que el arte consiste en imitar las obras anteriores. Empieza la época en que de nuevo hay que crear, y en que la creación cuenta, para expresarse, con medios magníficos (hasta 1850 existían como elementos fundamentales para la construcción, la madera el ladrillo y la piedra, a partir de entonces aparecen el hierro, posteriormente el hormigón armado, alrededor de 2000 aleaciones, con gran cantidad de metaloides y materiales plásticos).
El arquitecto de esta época, paralelamente a aquel griego de que te hablé, se niega a repetir lo que ya no tiene o tuvo razón de ser, busca honradamente lo mejor en la construcción y lo más puro en belleza, hace arquitectura y algún día edificará su Partenon.
Es indispensable que comprenda lo diferente que es recorrer una revista norteamericana en busca de un detalle bonito, del agotador y maravilloso proceso de la creación artística, en que todo está en jugar con la intuición, la inteligencia, la imaginación y la técnica.
Desde el momento en que surge la concepción de la obra de arte hasta aquel en que se resuelve el último problema, cuanto goce y cuanta preocupación. ¡Qué gasto de energías mentales y físicas significa ese trabajo de contínua invención! ¡Qué diferencia con el sencillísimo problema de oficio que significa proyectar una planta que funcione bien y adaptarle unos frentes con estilo. Por otro lado, el trabajo de síntesis y de depuración necesario para llegar a una supresión simple es muchísimo más difícil que el de «adornar».
Ya que he hablado de «detalle bonito», quiero hacerte notar que el llamado «buen gusto» es una realidad subalterna respecto a la belleza permanente, y que solo puede aplicarse a obras de arte menor. Es rebajar a gran obra decir que está hecha con gusto. No lo puedes decir del Allegro de la Novena Sinfonía, ni del autorretrato de Durero, no de la Gioconda, ni de Notre Dame.
Deja el «buen gusto» para los vestidos, las alhajas, los pequeños elementos de la casa. En el arte, la arquitetura, la música, las artes plásticas, busca los valores profundos y permanentes que van más allá del buen gusto.
CESIÓN REVISTA 3. BUENOS AIRES.

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